martes, 1 de marzo de 2011

Principio y final. (Gaticos Ciegos)

Eran más de las tres y la fiesta agonizaba. Sólo quedaban algunas personas sentadas en los butacones o en el suelo de la sala. En el sofá, el anfitrión le hablaba al oído a una chica. La chica reía sin ganas. Una pareja bailaba lentamente. Se habían conocido esa noche.
“¿Dónde se habrán metido mis amigos?” me pregunté. “Un momento... William era el último que quedaba y se fue hace más de una hora. El muy hijo’e’puta se llevó a la tetona. ¿o fue a la rubia?” Traté de recordar con quién se había ido William, pero por más que me exprimía los sesos, no lograba hacer memoria. Levanté mi vaso y bebí las últimas gotas de ron. “¿Qué cojones hago aquí todavía? No queda ninguna jeba suelta y no conozco a nadie.” Me levanté del suelo y caminé hasta la cocina. Por suerte aún quedaba la mitad de una botella. Me serví una buena cantidad de ron en el vaso plástico.
Oí como se abría la puerta del baño. La chica del vestido verde entró en la cocina. Había estado hablando con ella al principio de la fiesta, aunque ya no me acordaba acerca de qué. Luego había desaparecido. Creí verla un par de veces bailando con un tipo alto.
– ¡Eh! ¿Dónde te habías metido? – le pregunté.
Me miró extrañada.
– ¿No te acuerdas de mí? Hemos estado hablando hace un rato – le aclaré.
– Sí – su voz sonaba a indiferencia y desgano – ¿queda algo de beber?
– Ahí hay ron. Oye ¿sabes que me gustas mucho?
– Ya me imagino. Con la hora que es y la borrachera que tienes, seguro que te gusta hasta la rinoceronta del zoológico.
Abrió el refrigerador, buscó con la mirada por un instante y al final se sirvió un vaso de agua fría. Me sonrió con una sonrisa que más bien era una mueca y se fue.
Debí haberle dicho que no, que en realidad me había gustado desde el principio, desde el momento en que había entrado en la fiesta con su vestido verde y su amiga rubia. Y que me gustaba más aún su agudeza y su cruel sentido del humor. Pero no fui capaz de construir la frase. Y seguramente no habría servido de nada.

Ella tenía razón: a esa hora me hubiera ido hasta con la rinoceronta. “Lástima que el zoológico esté tan lejos.” Volví a la sala. Ahí estaba, besándose con el tipo alto. No tenía nada más que hacer en ese lugar. Creo que entonces fue cuando salí a la calle con mi vaso plástico lleno de ron casi hasta el borde. Digo “creo”, porque no recuerdo nada más.

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